Podría asegurar que
en todas las casas hay libros que no se han leído y que no se leerán. Podrán
abrirse, ser hojeados, pero nunca nadie comenzará la primera línea y lo
regresará a su lugar hasta llegar a la última palabra. Hay libros que no fueron
hechos para leerse, que son un ornato. Casi siempre regalos de los que uno no
se desprende por cierto pudor.
Los gobiernos suelen
imprimir libros de gran formato, con papel de buena calidad y fotografías a
color cuyo fin es dejar un "legado a la humanidad", pero que sólo ocupan espacio,
llenan el vacío con lo insípido de su contenido, pero visten, le dan un toque al librero.
A veces también sirven, por su volumen y peso como aquellos que en un extremo
permiten mantener en pie a los que sí han sido, o serán leídos. Pobres libros, su
belleza los condena al olvido.
Hay otros que son
imprescindibles en todo librero. Esos grandes clásicos que no le pueden faltar
a ningún lector, El Quijote, Ulises, El Leviatán, El Espíritu de las Leyes, en
fin. Libros que presumen de cultura y cierta educación pero que rara vez son leídos.
La culpa no es de libros, sino de sus autores o la época de los autores. Así
que no son impresos para ser leídos, sino para retratar a su dueño.
Finalmente, cuando
escribía esta entrada leía (no al mismo tiempo, aunque suene así) Hombres buenos de
Arturo Pérez-Reverte, estas líneas lo son todo:
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